jueves, 14 de enero de 2016

Juan sonrió,y todo fue de otro color.

Cruzaba la calle cuando lo vió, quizás no tanto porque no veía bien sólo una imagen medio brrosa que cada paso que daba se esclarecía y al final del camino era él.
Juan estaba parado, en medio de otras personas, medio pálido, medio sumiso, medio callado con una mirada prometedora del recuerdo de aquella vez pero la insignificancia que le provoca su estar y su juventud, plena y divina.
Ella temblaba, sonreía tímidamente, aunque un poco fría ocultaba la felicidad de verlo otra vez, esperando enredarse en una mirada en común, imaginándo lo que pasaría esta vez.
Llegó el saludo, con la mirada baja, pero el recuerdo les salía por los poros, al escucharse uno al otro se sumergían en ese sentimiento raro que es extrañar, pero a la vez la inseguridad de no saber qué es, si está bien o mal. La tarde era larga, la noche se adormecía sobre sus cabezas acoplandose a la masa de gente, a esa porción que los hacía uno solo en un espacio mítico.
No paró de mirarlo, sus ojos se hundían en él, la vida comenzaba en su cabello y terminaba en sus pies, sus brazos eran la ruta del destino, sus piernas del camino. Y el punto final, su boca, que le recordaba el más dulce sabor del licor que tiene ese doble filo, lo divino y lo amargo que juntos hacen un saber que estremese a cualquiera. Intentaba no mirar, porque cada segundo que pasaba observándolo era un segundo de muerte, lenta pero placentera que le provacaba el dolor de no tocarlo pero la satifacción de verlo.
Y murió,  no por los segundos cumplidos, no por pasar un minuto entero, no por la hora.
Murió cuando sonrió, y sus cenizas volaron para verlo mejor.

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