domingo, 2 de octubre de 2016

El hombre de los veinte y cinco veranos /4

Un nuevo día se acerca en las calles frías de Buenos Aires, domingo por la tarde y la lluvia de primavera que azota a los enamorados y algún que otro vagabundo que pide limosnas y algo de amor.
Él y su cabeza, él y su amor. ¡Cómo nos cuesta a veces ponerle fin a lo que nos hace bien! Ponemos fin a lo que nos genera bienestar por miedo a que se termine, por miedo a sumergirnos en esa sensación.
Su temor a amar no le permite ver su equivocación, quizás nunca amó y jamás se equivocó.
Retrocer y avanzar, esa era su cuestión . Su miedo le impedia avanzar, y se excusaba creyendo que lo mejor era dejar, dejarla, dejarse a él. Le gusta creer que dando un giro a su vida, pensando en sus responsabilidades -que no hace más que atarlo a ese infierno cruel- podrá olvidar. Él sabe que no es así.
No se oye, no se busca, no se siente. Le teme al conflicto, lo evita. Le teme a la guerra pero al final, la provoca.
En la tarde sombría decide abandonar(se), el aroma a té con miel y la figura del otoño con la hojas caídas se desvanecen de ella. Ya no escribe poemas, sólo haikus queriendo olvidar(lo).
La primavera prometedora desaparece, ocultandose bajo la lluvia fría que inunda los cuerpos de quiénes se atreven a salir, a vivir un poco más. La lluvia arrastra sus besos y los desplaza en una alcantarilla, los susurros de sus tardes de sexo se van con el viento, al igual que los "te quiero".
No quieren irse uno del otro, quieren vivir inmersos en sus sexos. Quieren volver a las cálidas tardes donde eran uno, donde ya no eran nadie. En cada parpadeo se disuelve la imagen de sus ojos, devorándose.
Ella busca su mirada en el recuerdo, él en el olvido.
Se siente invadido por ella, por quién en secreto -cuando la oberservaba- admiraba.
Aún así decidió irse, se acostó para acomodar sus ideas. Cuando se dio cuenta ya no estaba acostado, estaba nadando en un mar de sentimientos, solo que él no sabía nadar.

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